Tierra, mar y aire. Bossanova.
Escribo esto en la butaca de un ferry en alta mar. Hace unas horas que zarpamos de Palma y esta noche llegaremos a la península. Aún me quedarán cuatro horas de carretera hasta llegar a casa. Habrá sido un viaje por tierra, mar y aire, todo en algo más de doce horas.
Uno hace estas cosas por amor: en la bodega llevo un Land Rover Discovery de 2003, un coche del que llevo tiempo enamorado y que usaré para subir al refugio y campear por los alrededores. Los caminos se rompen tras las lluvias y hace falta un 4x4 que se desenvuelva entre el barro, el polvo y la nieve.
Con los coches me pasa como con los muebles y los libros: me apena ver que quedan abandonados sin usarse y que, pudiendo hacer su trabajo igual o mejor que los nuevos, haya quien prefiera el olor, el tacto y la sensación de estrenar. ¿No es acaso más bonito, más justo, dar otra oportunidad, una segunda vida, a las cosas? Es más, a menudo, lo que hoy sobrevive, después de años, viene con certificado de durabilidad y de vigencia. Por eso, hoy habré volado, navegado y conducido.

Esta semana he comprado un teléfono. Uno nuevo, claro. No busco más prestaciones, simplemente quiero mantener las que tengo. Mi viejo iPhone 7, si es que tres años son vejez, está en perfecto estado de revista, no uso más aplicaciones que el primer año ni tengo más fotos almacenadas, pero ya funciona peor. De hecho, si tras comprarlo hace tres años lo hubiese mantenido en su caja sin estrenarlo y lo abriese hoy, sería igualmente un artefacto obsoleto que funcionaría a trancas y barrancas.
¿Qué dinámica ruin, qué intenciones luciferinas hacen que un dispositivo empiece a morir aún sin haber vivido? ¡Maldito veneno el software, que oxida todo lo que toca!
La semana pasada vino Raquel, de Cosistas a repasar los muebles del Instituto. Son muebles valiosos, la mayoría escandinavos o ingleses, de los 50-70, y nos gusta que quienes se forman en el Instituto puedan disfrutarlos. Pero esa intensidad de uso tiene un desgaste. Y por eso, cada cierto tiempo, hay que repasarlos, darles cera, aceites, encolar alguna junta… Veo trabajar a Raquel como a una médico o un enfermero, con una mezcla de conocimiento, precisión y cariño, como si hubiese hecho un juramento hipocrático por cuidar esas vidas de madera.
Roberto, mi mecánico, es especialista en restaurar Land Rovers. Me asesoró en la compra del que llevo en el ferry: “Javier, aunque esté cascado y tenga algunas cosas mal, merece la pena. Por ese precio te sobra para ponerlo bien a punto. Seguro que en algún desguace encontramos las piezas que tiene rotas y queda fetén”. Roberto es como Raquel. También juró y también prolonga la vida de artefactos nobles, haciendo bypasses, trasplantes y cirugía reconstructora.
He metido el coche en la bodega asustado; ha sido mi primera vez embarcando uno y el operario, gaditano, gaditano, me ha indicado amablemente que lo hiciera marcha atrás:
— ¡De culo, de culo, hombre!
— Pero que es la primera vez que lo conduzco ¡Y que subo uno a un barco!
— ¡¡Venga ya, tira padentro!!

Y he tirado padentro, apretando los dientes y acelerando marcha atrás hacia la oscuridad ¡Quién dijo safe spaces!
El coche lleva encendidos tres pilotos: el control de tracción, el ABS y el control de descenso. El fallo es tan común en ese modelo que hasta le han puesto un nombre: “the three amigos”. Con ellos y algunos problemas más, me enfrento a cuatro horas de carretera inciertas.
The three amigos.
Llevo una lata de aceite de motor, una botella de refrigerante, una muda de ropa y un CD de los Pixies que me ha regalado Jara, como quien regala la estampita de un santo “para que te acompañe en el viaje”.

"Bossanova" Pixies, 1990
Vamos a ello.