— Déjame ir, son ya las ocho pasadas.
— No puedo, hueles demasiado bien —le respondo, besando su cuello.
— Huelo a sexo. Y encima ahora tengo que entrar a trabajar.
— Sí, hueles a sexo, pero hueles bien. No creo que tu aroma mejore en la cocina.
— ¡Qué gracioso! Si me dejas ir, quizás te haga otra visita esta tarde y te cuente mi secreto —me dice, con esa sonrisa que le arruga la mirada.
— Es verdad, los secretos. Si te portas bien, quizás también te cuente yo el mío.
Continúo besándola por todo su cuerpo mientras ella va cubriéndolo de ropa. La persigo hasta la puerta, aprovechando los segundos de piel que me quedan, estirando este presente todo lo que puedo.
Bajo a desayunar y me siento en la barra. Café con leche y sobao. Me propuse huir de comodidades y rutinas, pero esta se ha vuelto un placer que me resulta imposible dejar. El sabor dulce y esponjoso del sobao, empapado de leche… Ya me despierto pensando en ello.
Entra un grupo de hombres, cuento seis. Hablan inglés y español. Visten algo parecido a un uniforme de trabajo, pero informal: vaqueros, botas de montaña y polo azul marino con un emblema bordado que no reconozco. Han dejado dos pickups y un todoterreno aparcados fuera, blancos y nuevos, sin apenas uso. Les observo discretamente. Comen con cuidado de no mancharse. Tienen modales educados, pero están fuertes; no son obreros ni operarios, tampoco oficinistas. Uno de ellos empieza a hablar francés, otro le responde en el mismo idioma, el resto no intervienen, como si la conversación no les incumbiese.
Miro al niñato de detrás de la barra y le pregunto con la mirada, como diciendo “¿y estos?”. Me responde encogiendo los hombros, dando a entender que está igual de sorprendido que yo. Mantengo el oído atento, pero estoy demasiado lejos para entender de qué hablan.
A estas horas solo paran por aquí camioneros, cazadores de retirada y comerciales que preparan su ruta mientras desayunan. Esta gente come despacio, sin prisa. No parece que estén de paso, se comportan como si hubiesen llegado a su destino y estuviesen haciendo tiempo. Algo no está bien aquí pero no sé el qué.
Afuera, el cielo se está encapotando y se levanta un viento desagradable.
— ¡Carlitos! ¿cómo has dormido?
— Buenos días, don Antonio. ¡Como un bebé! Hacía mucho que no descansaba como esta noche.
— Me alegro, hijo. Además, creo que te dieron una de las habitaciones con los colchones nuevos. Ni yo tengo de esos en casa.
— Le estoy muy agradeci…
— Quita, quita —gesticula como quien aparta moscas— Oye, dan temporal para hoy, así que vamos a hacer una cosa, una tarea que hacemos aquí a veces y que seguro que ni te imaginas. ¿Te atreves?
— Claro, Don Antonio, lo que toque hacer.
— Así me gusta, hijo. Mira, ¿ves todos esos camiones aparcados ahí? Han pasado aquí la noche. Son los TIR que van de Algeciras para el norte. Ahora estarán aseándose y en un rato continúan la ruta. —me mira mientras habla, asegurándose de que comprendo lo que me va diciendo. Yo asiento— Muchos cenan aquí, en el restaurante, y luego duermen en la cabina del camión. Para alegrarles la mañana, tenemos un detallito con ellos. En la cocina que te darán un perol de caldo y otro de café de puchero. Los coges y vas, camión a camión, sirviéndoles un vaso. Les das las gracias y les deseas “buena ruta”, ¿Entendido?
— Qué gesto más bonito, Don Antonio.
— Bonito es que paren aquí y no en Zafra.
Me termino el café de un sorbo y voy para la cocina, aún masticando el último trozo de sobao. Busco, con la mirada a Flor, mientras una de las señoras me prepara las ollas y los vasos. Allí está, al fondo, fileteando lomos de cerdo. Me ve y sonríe. Me acaba de guiñar un ojo. Su piel, su olor, su sal, vuelve a mi memoria. Siento cómo la sangre fluye por todo mi cuerpo.
Casi todos los camioneros son españoles, portugueses o del este de Europa. Reconozco matrículas polacas, rumanas y alguna que no consigo identificar. La mayoría están aseándose, a punto de retomar la ruta. Algunos, medio desnudos, se lavan con unas manguera en espiral que sacan de un costado de la cabina. Otros desayunan pan con embutido que han comprado en el economato. Les doy a elegir entre caldo y café, pero todos me piden las dos cosas. Son agradecidos. Sonrío y les deseo buena ruta.
¿Cómo será su vida? Siempre en tránsito, habitando esa pequeña cabina, deteniéndose solo para comer o dormir. Me pregunto si el tiempo transcurre diferente cuando se está en movimiento perpetuo, sin apego a ningún lugar más que esos tres metros cuadrados. Los que llevan el distintivo TIR pasan muchos días fuera de casa. Cuando vuelvan, semanas después, notarán todo cambiado a su alrededor: su mujer, sus hijos, los árboles de su calle… Ellos se mueven con el tiempo, sin embargo, a la gente que dejan atrás, el tiempo les atraviesa.
El resto de la mañana lo paso ayudando aquí y allá: ayudando a reponer cámaras frigoríficas, vaciando papeleras, cargando ropa sucia en el camión de la lavandería… En la recepción del hotel me preguntan si sé de ordenadores: el PC que tienen en el hall para consultas de internet de los huéspedes se ha desconfigurado. Lo arreglo en apenas dos minutos y me gano su cariño.
El cielo se ha cerrado del todo y empieza a llover con fuerza. No tengo mucho más que hacer, así que me voy para el restaurante. Pediré algo caliente.
Almuerzo en mi mesa de siempre, pegado a la cristalera, desde donde puedo ver todo el parking. Los extranjeros de los coches blancos siguen aquí. Se les ha unido un camión ligero, también blanco y sin distintivos, y dos SUVs con las ventanillas ciegas. Están comiendo juntos, repartidos en dos mesas, lejos de mí. Son casi una docena. Uno de ellos va al coche a por chaquetas. Abre el portón trasero y veo el interior, limpio, entre industrial y funcional, con varias maletas de color amarillo, de las que se emplean para proteger equipos electrónicos. También veo bobinas de cable, ancladas a las paredes del coche. El hombre cierra el portón con premura y vuelve corriendo para no mojarse.
Me termino la comida y me acerco al despacho de Don Antonio.
— ¿Con qué me pongo ahora?
— Con la que está cayendo, mejor vete a la habitación, ponte una película y descansa. Si mañana escampa, habrá más cosas que hacer.
Mientras me habla, se lleva la mano al bolsillo, separa un billete de cincuenta euros de un fajo enorme y me lo entrega con naturalidad.
— Muchas gracias, Don Antonio. Por cierto, ¿le puedo hacer una pregunta?
— Dime, hijo.
— Estos hombres, los de los coches blancos… ¿vienen a algo?
— Son de fuera, ingenieros o algo así. Vienen a hacer unos trabajos por estos montes de aquí detrás. No sé mucho más. Por cierto, se quedan en el hotel, serán tus vecinos.
Me habla sonriente, pero no llega al desenfado campechano de siempre. Noto algo distinto en él, una angustia disimulada. Parece que su sombra se ha ensanchado ¿Será por su hijo? Decido no preguntar.
Paso la tarde en la cama, viendo cómo llueve afuera, mientras en la tele pasan una película aburrida. Flor puede venir en cualquier momento. Me ducho y abro la ventana para ventilar la habitación. El olor de la tierra y el verde empapado me golpea. Bajo al economato a por unas cervezas, algo de picar y un desodorante ligeramente perfumado.
¡TOC, TOC, TOC, TOC, TOC!
Llaman a la puerta con varios golpes seguidos y violentos. Me asusto. Miro por la ventana pero no parece haber
— ¿Quién es?
— Guardia Civil ¡Abra la puerta y salga con las manos en alto!
Abro la puerta riéndome, aliviado.
— Adelante, señora agente de la 'guardia sivil'. Regístreme: voy armado.
— Idiota, no te rías de mi acento rumano. Y no seas grosero. —Me golpea cariñosamente, riéndose.
Nos besamos con pasión, pero ella interrumpe el beso.
— He traído merienda. Me han dicho que esto te gusta.
Saca de una bolsa dos paquetes de sobaos y dos botellas individuales de Cola-Cao. Se sienta en la cama y comenzamos a charlar sobre nuestro día mientras merendamos.
— Tengo que contarte mi secreto. ¿Sabes cuál es?
— Que te vas de Santa Olalla —lo suelto sin pensarlo, dudando al instante de si ha sido buena idea revelar que lo sabía.
— ¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho? —me pregunta inquisitivamente.
— No lo sabía, nadie me ha dicho nada. Es una intuición, no sé, una sospecha…
— Ah, vale, me habías preocupado. Sólo lo sabe Antonio. No quiero decírselo a todo el mundo hasta que llegue el momento para que no de pena. Quiero que los días que quedan sean normales.
— Pero a mí si me lo has contado.
— A ti te tengo cariño. Además, no sé si te irás de aquí antes que yo.
Pienso en contestarle que jamás me iría sin ella, pero en su expresión veo que quiere seguir contándome cosas.
— ¿A dónde te vas?
— A Alicante, a cuidar de una señora mayor y vivir al lado del mar. Pero espera, ese no es todo el secreto.
Su cara se ilumina. Parece que quiere revelar algo muy especial. Gesticulo, dándole a entender que sigo escuchando.
— Te mentí, sí tengo a un hombre en mi vida: se llama Andrei y es mi hijo. Ya tiene dos años.
El corazón empieza a golpearme el pecho con violencia. La sorpresa no me molesta, pero trae a mi memoria a mi hija Natalia. Llevo días evitando sentir por ella, tapando su recuerdo con el de la foto en el que ella y mi mujer abrazan a Marcos Master, engañándome, pensando que me ha sustituido por él. La he sacado de mi ecuación emocional para que todo sea más sencillo, para ir más ligero, pero me estoy engañando. Trato de serenarme, conteniendo el dolor. Más adelante tendré que arreglar esa grieta, pero ahora no.
— ¡Qué me dices, Flor! Pero qué cosa más bonita ¿Por qué no me lo habías contado?
— Me daba vergüenza. No tiene padre. Bueno, sí tiene, pero es como si no tuviese, no quiso saber nada de los dos cuando supo que estaba embarazada. Y por eso me vine. No tengo un buen pasado, pero le tengo a él que es mi presente. Y quiero un futuro bueno para los dos.
Mientras habla, cientos de imágenes pasan por mi mente a toda velocidad. Imagino su pueblo en Rumanía, imagino malos tratos, veo una mujer fuerte recogiendo sus cosas y marchándose.
— Te has quedado pensando... ¿Te molesta saberlo, Carlos?
— No, no, ¡qué va! Fuiste muy valiente. Seguro que eres una madre increíble.
— No sé si lo soy. Trabajo muchas horas lejos de casa, encerrada en esa cocina —señala hacia el restaurante—. Aquí me tratan muy bien y hay gente que me ayuda a cuidarlo, pero en Alicante estaremos mejor. No llueve como aquí —señala por la ventana y noto que vuelve a diluviar—, estaremos al lado de la playa y viviremos en una casa muy bonita. La señora que voy a cuidar tiene mucho sitio para Andrei y para mí.
Me visualizo con ellos dos, recorriendo carreteras soleadas, haciendo castillos en la arena de una playa mediterránea y comiendo en una casa hermosa frente al mar. La decisión está tomada.
— Yo tengo otro secreto que contarte ¿Estás preparada?
De repente, un pitido intermitente llega desde la calle y se cuelan destellos de una sirena naranja por la ventana, rebotando en las paredes de la habitación. Es el sonido de aviso de maquinaria maniobrando. Nos asomamos. Un vehículo oruga blanco desciende lentamente del remolque. A su alrededor, hombres con chubasqueros oscuros coordinan la maniobra bajo la lluvia. También veo quads. Definitivamente, están preparando algo grande.
— Menuda están armando los guiris —me dice, mientras consulta la hora en su móvil— Uy, se ha hecho tarde, me tengo que ir a por Andrei. ¿Te veo mañana?
— Sí, por favor. Tenemos que terminar la conversación.
Mis palabras no surten demasiado efecto. Se va con prisa, más pendiente de lo que le espera en el pueblo que de lo que deja atrás. No he podido besarla a mientras se iba, tampoco le he dicho lo que quería contarle. Me pregunto si le interesa escucharlo, o si quizás teme que le hable de mi familia y por eso ha huido. Nah, creo que me estoy comiendo la cabeza; ella sólo quiere llegar a tiempo para estar con su hijo. No puedo competir con eso, tampoco debo.
Miro de nuevo por la ventana. Está anocheciendo. Observo el ajetreo de máquinas durante un rato. La lluvia no parece detenerles. Hablan por walkie-talkies y mueven equipos de unos coches a otros. Parecen estar preparando algo. Estoy empezando a preocuparme. Necesito saber qué hacen aquí y qué tienen entre manos. Lo que sea que estén preparando, ocurrirá mañana.
Algunos parecen haber terminado su trabajo. Están cruzando el parking, se dirigen hacia el restaurante. Me calzo rápidamente y salgo de la habitación. Trataré de sentarme en una mesa cerca y pegar el oido todo lo que pueda.
Cruzo el parking andando todo lo rápido que puedo, pero me empapo igualmente. Me detengo en la entrada al restaurante, tras la puerta de cristal y disimulo para hacer tiempo. Los extranjeros están aun decidiendo dónde sentarse. Un todoterreno blanco para en la puerta. De él bajan dos tipos. Los reconozco, son los dos que hablaban francés en la comida. Su manera de andar denota autoridad. Se detienen a mi lado, mientras esperan a que les atienda el camarero. Uno de ellos sostiene una carpeta con algo en blanco y negro. Distingo curvas de nivel; parece un mapa.
No parecen percatarse de mi presencia. Me arrimo todo lo que puedo, fingiendo que también espero mesa. Conversan en francés, hablan rápido, con un acento extraño. Pongo toda mi atención en sus voces. Consigo reconocer algunas palabras: “matin”, “prospection” y “scan”.
El coche del que han bajado maniobra despacio. Me fijo en el logotipo rotulado en la puerta del conductor: una especie de rizo que se cierra sobre si mismo, el mismo que llevan bordado en los polos. Debajo, en letras pequeñas, consigo leer el nombre de la compañía:
Mnemosyn
Recherche Géologique
Acabas de leer la décima entrega de Santa Olalla. En este punto, quizás quieras leer Mnemosyn, mi primera novela corta. La tienes disponible para Kindle en Amazon. Si prefieres leer el PDF, te lo regalo encantado. Tan solo deja un comentario recordandome que lo publique.
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La historia se acerca a su fin. Quedan ya sólo ¡¡2 capitulos!! Estoy de los nervios. Ah y gracias a todos y todas las que habéis comentado y compartido en redes. No sabéis la alegría que me da ver que otra gente llega a aquí gracias a vuestros comentarios.
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Volver a empezar / parte 2 (parte 3 próximamente)
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¿Diosa de la memoria..? Mmmm... esto se pone aún más interesante...