Que el corazón mande
Miro mi teléfono móvil, me fijo en la pantalla principal, en las apps que tengo instaladas y uso más a menudo: para pedir un coche o un taxi, par hablar con mi gente, para encargar comida a domicilio, para comprar o vender cosas, hacer la compra, controlar la calefacción, revisar las fotografías que tomé recientemente… Todas sirven para relacionarme con mi mundo analógico; son bits al servicio de átomos.
Luego me fijo en los regalos de moda para esta Navidad, los que ocupan las secciones más importantes de los grandes almacenes y de la home de mi tienda online habitual: el reloj inteligente, el altavoz inteligente, los auriculares inteligentes, la televisión inteligente… Se usarán para escuchar Spotify, ver Netflix o Youtube, hacer teleconferencias con Skype… Todos productos analógicos, compuestos de átomos, de metal, madera, cristal, tela o plástico, pero que sirven para conectarnos a un servicio virtual; átomos al servicio de bits.
Productos digitales para servicios analógicos en los dispositivos y productos analógicos para servicios digitales en los espacios. Ya no hay frontera, sólo un contínuo, un símbolo de infinito en bucle que, como un ying-yang, se retroalimenta.
Voy en el tren, de vuelta de Barcelona, atravesando Teruel a 300 km por hora y pienso —lo pienso cada vez que paso por aquí— que estos paisajes son sobrecogedores y debería recorrerlos con el coche algún día sin prisa, alguna mañana de niebla, para poder hacer fotos como toca.
Hace un par de años, en un viaje de trabajo para un proyecto con Filmin, saqué algunas fotos que hacían honor a lo asombroso de este lugar, a lo sobrecogedor. Las tomé desde el AVE y por eso tengo la sensación de que en realidad no valen, porque hice trampa: en realidad no fui yo quien eligió el punto de vista sino que me vino dado. Desde entonces quiero volver y encontrarlo por mis medios. Volver con trípode y cámara analógica, con carrete en blanco y negro que luego pueda revelar en casa, entregarle al paisaje la verdad que me entregó a mi esa mañana de niebla en que los dos nos encontramos. Algún día.
Pienso, mientras se me va la vista por la ventanilla, en los arquitectos y diseñadores industriales que se frustran por no saber, por no entender los códigos de lo digital. Lo digital se les ha plantado delante y necesitan incorporarlo, integrarlo o diseñarlo, en el mejor de los casos. Ya no hay objeto, en la casa o en el trabajo, que no tenga opciones de personalización y conectividad. Algunas de esas personas, ingenieros, arquitectos, interioristas, se nos han acercado preguntando: ¿cómo aprendo de esto?. Me pregunto si debemos ocupar esos espacios los diseñadores de interacción, los que sabemos de lo digital —quítate, que ahora esto es mi trabajo— o por el contrario debemos formar esos creadores de lo analógico para que sepan hacer productos interactivos, con continuidad digital, bien diseñados. ¿Formamos a los analógicos en lo digital, o a los digitales en lo analógico? ¿Quién debe ocupar esos espacios mixtos y nuevos que se están abriendo?
Y lo que se me hace más importante, lo que me martillea la conciencia desde la parte de detrás de la cabeza: ¿Cómo hacemos para que esos nuevos artefactos sirvan a propósitos nobles, para que no se conviertan en máquinas de medirnos y encajarnos en Matrix, de crearnos dependencias tóxicas? ¿Cómo diseñamos todo eso nuevo para que encaje con la manera en que nosotros, hijos de Grecia, Roma y del Mediterráneo, miramos al mundo?
¿Cómo hacemos para que esos saberes lleven el blasón que Juan Ciudad plantó en su casa de Granada —el corazón manda (sobre la espada)— resumiendo en un trozo de piedra el sentir de una cultura entera?
